Es conocida la mala experiencia de Ortega y Gasset en su paso por la política, como también debió ser la de Salvador de Madariaga. El profeso del Instituto politécnico de Milán T. Maldonado en su obra ¿Qué es un intelectual? de 1998 aborda las cuestiones de Intelectualidad y la Política en un apartado denominado “El intelectual , el intelectual-político y el político” , señalando lo siguiente;
(…)Es interesante, en este punto, examinar el caso del intelectual-político, del intelectual —como ahora se dice— prestado a la política. Si se piensa bien, el acceso del intelectual- político a la gestión del poder no ha llevado nunca (o casi nunca) a resultados alentadores. Lejos de ofrecer una confirmación al viejo sueño platónico que quería a los sabios en el poder, el intelectual político ha traicionado a menudo su originaria condición de sabio, y se ha comportado como un político normal. Es más, en algunos casos, como un político de la peor especie, como un político despótico, corrupto y desvergonzado, Lo que ha contribuido a consolidar la extendida opinión de que, después de todo, el intelectual político no sea fiable y que es mejor mantener rigurosamente diferenciada la figura del intelectual de la del político.
Prueba de ello es el hecho de que cuando un intelectual ha logrado asumir, en primera persona, el ejercicio concreto del poder, la reacción más frecuente ha sido la de juzgarlo un usurpador de las funciones propias del político Pero, en honor a la verdad ello ha sucedido Pocas veces en la historia como norma, el papel del intelectual ha sido más bien de quien se prepara desde fuera a sostener o atacar la figura pública del político, a exaltar sus méritos o a denunciar sus fracasos(...)
Y ejemplos no faltan de estas situaciones.
Sigue Maldonado diciendo
(..)los políticos ven con desconfianza, como prueba de una intención maligna, cualquier pregunta relativa a sus credenciales profesionales. Nuestra legitimidad, dicen, no hay que buscarla en nuestras cualidades técnicas (que podemos tenerlas o no tenerlas), sino más bien en la delegación que los electores nos han confiado, añadiendo: cuando existe una decisión muy compleja nos dirigimos a los cuadros técnicos de la administración o a los expertos llamados a colaborar desde fuera en el papel de consejeros. Su función es la de encontrar las alternativas posibles para una solución óptima del problema. Nosotros, examinados los pro y los contra, optamos por aquella que mejor corresponde al interés general.
La respuesta convence sólo parcialmente, ya que no se puede eludir el hecho de que en tal proceso de decisión existe un momento nada claro. Antes quenada no está claro cómo el político, de frente al abanico de alternativas que los expertos le proponen, pueda juzgar cuál sea la mejor desde el punto de vista del interés general. Lo que, en la práctica, tiene dos implicaciones: por un lado, tiene que ser capaz de saber lo que conviene al interés general, por otro lado, debe tener los conocimientos para distinguir ventajas y desventajas de toda alternativa. Y además debe saber corresponder a ambas implicaciones de manera correcta.
Los riesgos inherentes a este circuito de decisiones, especialmente cuando están en juego cuestiones de notable importancia y altísima complejidad, se pueden intuir fácilmente. En ciertos casos puede tener la ventaja el papel de los expertos sobre los Políticos, en otros sin embargo el de los políticos sobre los expertos. En un caso o en otro, es el interés general el que puede ser desatendido. O, peor aún, voluntariamente sacrificado.
Está claro que si el político transfiere al experto la elaboración preliminar de sus decisiones, y, por tanto, la justificación técnica el problema del experto asume una importancia de primer grado. Existe una identificación, al menos parcial, entre el actuar del político y el del experto. Después de todo, el experto a veces a su pesar, se convierte en algunos momentos en un político (…)
(…)Es interesante, en este punto, examinar el caso del intelectual-político, del intelectual —como ahora se dice— prestado a la política. Si se piensa bien, el acceso del intelectual- político a la gestión del poder no ha llevado nunca (o casi nunca) a resultados alentadores. Lejos de ofrecer una confirmación al viejo sueño platónico que quería a los sabios en el poder, el intelectual político ha traicionado a menudo su originaria condición de sabio, y se ha comportado como un político normal. Es más, en algunos casos, como un político de la peor especie, como un político despótico, corrupto y desvergonzado, Lo que ha contribuido a consolidar la extendida opinión de que, después de todo, el intelectual político no sea fiable y que es mejor mantener rigurosamente diferenciada la figura del intelectual de la del político.
Prueba de ello es el hecho de que cuando un intelectual ha logrado asumir, en primera persona, el ejercicio concreto del poder, la reacción más frecuente ha sido la de juzgarlo un usurpador de las funciones propias del político Pero, en honor a la verdad ello ha sucedido Pocas veces en la historia como norma, el papel del intelectual ha sido más bien de quien se prepara desde fuera a sostener o atacar la figura pública del político, a exaltar sus méritos o a denunciar sus fracasos(...)
Y ejemplos no faltan de estas situaciones.
Sigue Maldonado diciendo
(..)los políticos ven con desconfianza, como prueba de una intención maligna, cualquier pregunta relativa a sus credenciales profesionales. Nuestra legitimidad, dicen, no hay que buscarla en nuestras cualidades técnicas (que podemos tenerlas o no tenerlas), sino más bien en la delegación que los electores nos han confiado, añadiendo: cuando existe una decisión muy compleja nos dirigimos a los cuadros técnicos de la administración o a los expertos llamados a colaborar desde fuera en el papel de consejeros. Su función es la de encontrar las alternativas posibles para una solución óptima del problema. Nosotros, examinados los pro y los contra, optamos por aquella que mejor corresponde al interés general.
La respuesta convence sólo parcialmente, ya que no se puede eludir el hecho de que en tal proceso de decisión existe un momento nada claro. Antes quenada no está claro cómo el político, de frente al abanico de alternativas que los expertos le proponen, pueda juzgar cuál sea la mejor desde el punto de vista del interés general. Lo que, en la práctica, tiene dos implicaciones: por un lado, tiene que ser capaz de saber lo que conviene al interés general, por otro lado, debe tener los conocimientos para distinguir ventajas y desventajas de toda alternativa. Y además debe saber corresponder a ambas implicaciones de manera correcta.
Los riesgos inherentes a este circuito de decisiones, especialmente cuando están en juego cuestiones de notable importancia y altísima complejidad, se pueden intuir fácilmente. En ciertos casos puede tener la ventaja el papel de los expertos sobre los Políticos, en otros sin embargo el de los políticos sobre los expertos. En un caso o en otro, es el interés general el que puede ser desatendido. O, peor aún, voluntariamente sacrificado.
Está claro que si el político transfiere al experto la elaboración preliminar de sus decisiones, y, por tanto, la justificación técnica el problema del experto asume una importancia de primer grado. Existe una identificación, al menos parcial, entre el actuar del político y el del experto. Después de todo, el experto a veces a su pesar, se convierte en algunos momentos en un político (…)
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