En la era expansiva económica y de fácil recurso al
déficit no era frecuente que muchos programas públicos se terminaran, se
trataba más de cambiar el cómo y el quien en función del clientelismo político.
Ejemplo claro era la política de fomento y en especial las subvenciones en la
cultura. Las Ciencias de políticas enseñan que una vez empezadas las políticas estas
tienen vida propia: desarrollan organizaciones, contratan personal, crean una
clientela que depende del programa y a la postre son relativamente pocas las
que se terminan, sin más, justificándose su existencia más por dinámicas de cubo
de basura o de mero incrementalismo. Tras la crisis económica y las restricciones
al déficit la dinámica ha estado también en torno a su mantenimiento pero con
una clara dinámica decrementalista. Haces menos, hacer lo que cueste menos,
hacerlo a través de otros y si es posible dejar de hacer o que lo hagan otros. Ejemplos
son la NPR americana y la desactivación de programas federales a favor de los Estados
y en la OCDE-UE el recurso a las colaboraciones público-privadas; outsourcing,
mecanismos tipo mercado; copagos, gestión
indirecta,…
En una situación
de aceptable estabilidad para la gobernabilidad socio-económica, desde el punto
de vista meramente técnico-racional cabría suponer que, tras la evaluación de
un programa, se debería optar por la continuidad, la redefinición, transformación,
sucesión o la extinción, pero la praxis demuestra que existe una notable
dificultad en que los programas terminen sin más a pesar de que su evaluación
sea negativa o que haya desaparecido el problema que se pretendía resolver.
Es más habitual la transformación redefinición del
problema y la sucesión de una política por otra, antes que su desaparición. Institucionalmente
la adopción de la alternativa, es propia de los decisores políticos, pero no está exenta de la influencia de los empleados
públicos, ni de los beneficiarios del programa.
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