martes, 19 de marzo de 2013

Modelo de bienestar actual: Politólogos universitarios opinan

Esta perspectiva que he mostrado debe contrastarse con la  propia de personas que pronto estarán aptos para transformar el status quo mediante su aportación al mercado del trabajo. Así pues, voy a dejar muestra de  lo que piensa algún  politólogo aún universitario sobre el modelo de bienestar cuya argumentación descriptiva-prescriptiva merece ser expuesta a renglón seguido(1), toda vez que me consta que otros politólogos ya en curso de la acción pública están colaborando muy eficazmente por mejorar el estatus presente .
 (…) El Estado del Bienestar está en crisis, pero esta crisis se debe más a la mala gestión que ha tenido, que a su insostenibilidad, aunque se ha hecho evidente que no puede abarcarlo todo. Por ello, no se trata tanto de desmantelar el Estado del bienestar, como de plantearse a dónde quiere ir, ver hasta qué punto es responsable el Estado de cubrir las necesidades (qué necesidades), y qué deben asumir los ciudadanos. Es decir, replantearse  el modelo mantenido hasta ahora.
Una de las causas que podría haber llevado a esta situación es la falta de consenso acerca de lo que se entiende por bienestar. No es ya que varíe de un Estado a otro, es que en una misma sociedad puede haber diferentes concepciones y prioridades. Se trata de saber qué necesidades se consideran básicas y cuáles no. La sociedad occidental ha experimentado un desarrollo tan alto, tanto en libertades y derechos, como en tecnología (lo que ha llevado a un estilo de vida mucho más cómodo que en cualquier otra época histórica) que tal vez ha olvidado que no puede exigir como derechos lo que no pasan de ser deseos. El interés de los partidos políticos por captar votos ha llevado a prometer lo que los distintos datos señalan como demandas sociales, sin plantearse la pertinencia de estas, de forma que se ha acabado generando un círculo vicioso en el que, como se promete todo lo que se pide, se acaba asumiendo que lo injusto es no tenerlo. Esto puede ser incluso bueno en una sociedad o mundo sin desigualdades, en el que ya se han cubierto todas las necesidades primarias, sin carencias y tendente a mejorar. Pero no cuando no solo no se ha logrado, sino que ni siquiera ha habido un debate real sobre lo que se quiere. Además, en este contexto, llega a ser inasumible cualquier retroceso, y se corre el riesgo de que la desactivación de determinadas políticas, que puede ser racional, se considere inaceptable, de forma que se acaben considerando igual aquellas políticas básicas para cualquier sociedad democrática y aquellas otras que en el fondo son accesorias (buenas, pero prescindibles en un momento dado). Es precisamente la democracia el sistema político que permite abrir un debate sobre cuáles son las prioridades que debe tener en cuenta el Estado, admitiendo cauces de expresión y participación de la sociedad, que no puede dejar de ser tenida en cuenta, pero a la que tampoco debe eximirse de responsabilidad.
Por otra parte, el que se produzcan efectos perversos como consecuencia de las políticas que supuestamente buscan una mayor justicia social, lleva a plantearse si en realidad ha habido alguna vez realmente un Estado del bienestar, y si la crisis que se manifiesta ahora no es más que la muestra de una realidad que no se quería afrontar. Aunque es innegable el avance que se ha experimentado, por lo que, en este sentido, seguramente muchas de las cosas que se dan por supuestas hoy en día, no lo son tanto, y alguna de las necesidades que se consideran “básicas”, tampoco lo son, sobre todo si se comparan con las condiciones de vida que tiene la inmensa mayoría de la población mundial.
Otra de las causas, relacionada con la anterior, ha sido la pretensión de abarcar un espectro tan amplio de demandas, que el gasto social ha terminado siendo muy superior a lo que podía asumir. La solución ahora parece pasar, de nuevo, por reducir las prestaciones sociales, pero el Estado no puede olvidar que debe ser capaz de garantizar que existe una justicia, en términos de redistribución de la riqueza en la sociedad. El hecho de que algunos sectores se privaticen no implica necesariamente una desactivación de políticas, sino una gestión eficiente de los recursos; posiblemente, en el futuro se necesite una mayor colaboración entre el sector público y el privado, sin que este último desplace al primero, pero sí liberándolo de gran parte de la carga. Debería encontrarse entonces un equilibrio, de manera que sea el Estado quien se ocupe de aquello que se ha definido como necesario (por ejemplo, la sanidad), y el sector privado de aquellos otros sectores que, debiendo ser accesibles para todos, pueden ser menos accesibles en términos económicos sin que por ello exista un retroceso (por ejemplo, el transporte). Por parte de la Administración, tal vez ha habido una despreocupación por la gestión ante la falsa seguridad de que la economía solo podía mejorar, y a la par, se han ido concentrando todos los poderes de decisión en el Gobierno, de modo que el Parlamento no ejerce un auténtico control sobre este. Además, se da en la práctica una identificación entre uno y otro, por cuanto quien tiene la mayoría parlamentaria puede sacar adelante la mayor parte de normas legales, y las disfunciones que presenta uno, termina por presentarlas el otro. Desde la Administración deben llevarse a cabo análisis, actuar de forma que no se separe la política de la justicia, una capacidad de previsión (convergencia entre el político y el técnico), y, en general, una capacidad de hacer frente a las adversidades. No es posible hacer una ciencia de la política, tratando esta como si se fuera una ley de la naturaleza, de forma que las cosas puedan ser de una manera pero no de otra; es decir, la justificación de una política no puede ser la política misma (más si esta se entiende esencialmente en términos electorales), sobre todo porque a diferencia de las normas, es susceptible de reinventarse, de dar paso a nuevas opciones sin necesidad de terminar con las instituciones. Es el político el que debe marcar las directrices, pero partiendo del interés general, y sirviéndose de la experiencia del técnico; pero no cabe, en un sistema democrático, que sea el técnico quien dirija, dado que ello llevaría al estancamiento de la política o a una suerte de positivismo, de modo que con independencia del gobernante, la solución fuera siempre la misma. Las circunstancias exigen que se vayan produciendo cambios, pero estos no deben dejar de lado la ideología imperante en una sociedad: debe ser el político y no el burócrata el que tome las decisiones.
(…)
Si ha habido una mala gestión, la solución entonces pasa, o bien por cambiar los gestores, o bien por cambiar la forma misma de gestión, o ambas. Es necesario que quien dirija, sea capaz de tomar las decisiones adecuadas en un momento determinado, aunque estas no le vayan a reportar popularidad (los recortes actuales son el más claro ejemplo de ello). La idea de que siempre se va a mejorar, que la generación siguiente vivirá mejor con que la anterior parece haberse quebrado con la llegada de la crisis económica. No obstante, no cabe esperar una serie de prestaciones sin dar nada a cambio. Desde la sociedad, hay un incremento de exigencias, hasta el punto de que se conciben como derechos lo que en el fondo son concesiones y, por otro lado, hay una serie de derecho que necesitan de una respuesta, porque no pueden mantenerse solos. Por poner un ejemplo, exigir el derecho a la educación universal está muy bien, pero no tiene mucho sentido que luego se proteste por tener que estudiar. No es que sea incompatible, pero habría que plantearse hasta qué punto el problema de la educación deriva de la falta de financiación, y no de la falta de atención o de interés. El problema sigue siendo el mismo: se exige que esté garantizada, pero no se está dispuesto a asumir las consecuencias de lo que se solicita.  Debe haber una coordinación entre el Estado y la sociedad, de forma que el primero atienda las necesidades de la segunda, y la segunda esté dispuesta a participar y recibir lo que ha exigido.
Por tanto, debe haber una auténtica relación entre la Administración y la sociedad, porque de lo contrario es fácil desviarse del objetivo marcado, especialmente si este se formula en términos ambiguos en una Constitución. Esta, para desarrollarse, necesita ir adaptándose a las diferentes circunstancias, y en estas circunstancias, es imprescindible la comunicación entre quienes gobiernan y quienes son gobernados. Evidentemente, las decisiones no pueden tomarse con una certeza absoluta, pero se trataría de hacer un esfuerzo por parte de ambos, mucho mayor del que se ha hecho hasta ahora. El recurso al Estado, la confianza en él, no puede provenir (ni el Estado reclamarlo) de inseguridades externas, como el terrorismo (o últimamente, el miedo a la Unión Europea/Alemania), sino porque este es eficaz, porque hay una correspondencia entre lo que se reclama y lo que se recibe; porque es capaz de garantizar que la libertad conseguida hasta ahora es capaz de mantenerse. (...)
(1) Extracto de trabajo universitario reciente sobre  Gestión Pública. 

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