Hobbes diría que
cualquier orden serviría si aseguraba la existencia de la sociedad. (…) Si el orgullo no se inclina ante la diké ni
se redime mediante la gracia, entonces se rendirá ante el Leviathan que es el
rey de todas las criaturas soberbias. Si las almas no pueden participar en el logos, entonces el
soberano que inspira terror en las almas será la esencia del Estado El rey de la arrogancia debe romper al amor sui
que el amor dei no puede doblegar - Cap 17- (…).
Afirmaciones gruesas y confusas hoy pero con
Eric Voegelin (La nueva Ciencia Política. Una introducción, 1954 ) recordaremos
que in totum el Leviathan no pude identificarse in
totum con las monarquías absolutas ni con el totalitarismo. Para Voegelin el Leviathan
no es sino el correlato del orden frente al desorden de los gnósticos. Ya lo dijimos pero la crítica ha confundido la posesión
absoluta del poder con su ejercicio absoluto. Frente al poder inmenso y
arbitrario de algunos de su época,
Hobbes aspiraba a un poder colectivo para neutralizar esas manifestaciones que
le aterraban.
Expectativas ideales de lo colectivo que seguirán en el pensamiento de Hegel o
Von Stein. No siendo ingenuos sabemos de los males del poder absoluto – civil,
militar o religioso -en manos de privados o en nombre de lo público.
El discurso de Weber tampoco es ingenuo – sobreentendida su
metodología sociológica del tipo ideal - pues
con lo que denomina ‘El estado racional como asociación de
dominio institucional con el monopolio del poder legítimo’, se insisten en la idea de que sociológicamente el Estado
moderno sólo puede definirse en última instancia a partir de un medio
específico de la coacción. El Estado es
aquella comunidad humana que en el interior de un determinado territorio
reclama para sí el monopolio de la
coacción física legítima, resultando la
fuente única del derecho de coacción. La
“política” no es sino la aspiración a la
participación en el poder, o a la influencia sobre la distribución del poder.
Una cuestión es política siempre que haya un interés en la distribución, la conservación o el
desplazamiento del poder. El que hace política aspira a poder, ya sea como
medio al servicio de otros fines —ideales o egoístas—, o poder por sí mismo, o
sea para gozar del sentimiento de prestigio que confiere.
El Estado,- recordemos la obra de G. Burdeau de los ’70 - al
igual que las asociaciones políticas
precedentes, es una relación de dominio de hombres sobre hombres basada en el
medio de la coacción legítima, que precisa
que los hombres dominados se sometan a la autoridad dominante, bien por
motivos internos de justificación – dominación tradicional, carismática y legal
-, bien
por los medios externos en los
que la dominación se apoya.
Al margen de la autoridad que se justifica en las
tradiciones o en el carisma, los poderes políticamente dominantes, se apoyan en
una empresa de dominio que requiere una ‘administración’ continua dispuesta
de los elementos
necesarios para el empleo físico de la coacción, a saber: el cuerpo
administrativo personal y los medios materiales de administración. El cuerpo administrativo, como
representante de la empresa política de
dominio no sólo es garante de la obediencia en virtud del tipo de legitimidad
de la autoridad si no debido al interés personal que supone la retribución material y el honor social. Si a ello
añadimos el postulado funcional/¿disfuncional? de la dirección política
del aparato administrativo, se explican
muchas cosas, entre otras el ocaso de la república romana, las advertencias de
Salvador de Madariaga sobre los
totalitarismos, y la inmejorable descripción que hiciera W. Churchill sobe al
democracia como el sistema político menos malo, de los hasta ahora conocidos.
La democracia se le sana con más democracia, con apuesta de la separación de
poderes y del principio de legalidad en el marco de un Estado social y de
derecho. Exigiendo a los gobernantes que hagan efectivas en definitiva las
políticas constitutivas, normativas y distributivas, y por supuesto siempre
permitiendo que el poder ni se posea de
manera absoluta, y menos todavía que así
se ejerza.
Leamos, por conocido, el extracto de la carta de Lord Acton,
(John Emerich Edward Dalkberg) al obispo Mandell Creighton de 1887.
(...) No puedo
aceptar su doctrina de que no debemos juzgar al Papa o
al Rey como al resto de los hombres con la presunción favorable de
que no hicieron ningún mal. Si hay alguna presunción es contra los ostentadores
del poder, incrementándose a medida que lo hace el poder. La responsabilidad
histórica tiene que completarse con la búsqueda de la responsabilidad legal.
Todo poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente. Los
grandes hombres son casi siempre hombres malos, incluso cuando ejercen
influencia y no autoridad: más aún cuando sancionas la tendencia o la certeza
de la corrupción con la autoridad. (...)
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