Esta perspectiva que he
mostrado debe contrastarse con la propia
de personas que pronto estarán aptos para transformar el status quo mediante su
aportación al mercado del trabajo. Así pues, voy a dejar muestra de lo que piensa algún politólogo aún universitario sobre el modelo
de bienestar cuya argumentación descriptiva-prescriptiva merece ser expuesta a
renglón seguido(1), toda vez que me consta que otros politólogos ya en curso de
la acción pública están colaborando muy eficazmente por mejorar el estatus
presente .
(…) El
Estado del Bienestar está en crisis, pero esta crisis se debe más a la mala
gestión que ha tenido, que a su insostenibilidad, aunque se ha hecho evidente
que no puede abarcarlo todo. Por ello, no se trata tanto de desmantelar el Estado
del bienestar, como de plantearse a dónde quiere ir, ver hasta qué punto es
responsable el Estado de cubrir las necesidades (qué necesidades), y qué deben
asumir los ciudadanos. Es decir, replantearse
el modelo mantenido hasta ahora.
Una de las causas que
podría haber llevado a esta situación es la falta de consenso acerca de lo que
se entiende por bienestar. No es ya que varíe de un Estado a otro, es que en
una misma sociedad puede haber diferentes concepciones y prioridades. Se trata
de saber qué necesidades se consideran básicas y cuáles no. La sociedad
occidental ha experimentado un desarrollo tan alto, tanto en libertades y
derechos, como en tecnología (lo que ha llevado a un estilo de vida mucho más
cómodo que en cualquier otra época histórica) que tal vez ha olvidado que no
puede exigir como derechos lo que no pasan de ser deseos. El interés de los
partidos políticos por captar votos ha llevado a prometer lo que los distintos
datos señalan como demandas sociales, sin plantearse la pertinencia de estas,
de forma que se ha acabado generando un círculo vicioso en el que, como se
promete todo lo que se pide, se acaba asumiendo que lo injusto es no tenerlo. Esto puede ser incluso bueno en una sociedad o mundo sin desigualdades,
en el que ya se han cubierto todas las necesidades primarias, sin carencias y
tendente a mejorar. Pero no cuando no solo no se ha logrado, sino que ni
siquiera ha habido un debate real sobre lo que se quiere. Además, en este
contexto, llega a ser inasumible cualquier retroceso, y se corre el riesgo de
que la desactivación de determinadas políticas, que puede ser racional, se
considere inaceptable, de forma que se acaben considerando igual aquellas
políticas básicas para cualquier sociedad democrática y aquellas otras que en
el fondo son accesorias (buenas, pero prescindibles en un momento dado). Es
precisamente la democracia el sistema político que permite abrir un debate
sobre cuáles son las prioridades que debe tener en cuenta el Estado, admitiendo
cauces de expresión y participación de la sociedad, que no puede dejar de ser
tenida en cuenta, pero a la que tampoco debe eximirse de responsabilidad.
Por otra parte, el que
se produzcan efectos perversos como consecuencia de las políticas que
supuestamente buscan una mayor justicia social, lleva a plantearse si en
realidad ha habido alguna vez realmente un Estado del bienestar, y si la crisis
que se manifiesta ahora no es más que la muestra de una realidad que no se
quería afrontar. Aunque es innegable el avance que se ha experimentado, por lo
que, en este sentido, seguramente muchas de las cosas que se dan por supuestas
hoy en día, no lo son tanto, y alguna de las necesidades que se consideran
“básicas”, tampoco lo son, sobre todo si se comparan con las condiciones de
vida que tiene la inmensa mayoría de la población mundial.
Otra de las causas,
relacionada con la anterior, ha sido la pretensión de abarcar un espectro tan
amplio de demandas, que el gasto social ha terminado siendo muy superior a lo
que podía asumir. La solución ahora parece pasar, de nuevo, por reducir las
prestaciones sociales, pero el Estado no puede olvidar que debe ser capaz de
garantizar que existe una justicia, en términos de redistribución de la riqueza
en la sociedad. El hecho de que algunos sectores se privaticen no implica
necesariamente una desactivación de políticas, sino una gestión eficiente de
los recursos; posiblemente, en el futuro se necesite una mayor colaboración
entre el sector público y el privado, sin que este último desplace al primero,
pero sí liberándolo de gran parte de la carga. Debería encontrarse entonces un
equilibrio, de manera que sea el Estado quien se ocupe de aquello que se ha
definido como necesario (por ejemplo, la sanidad), y el sector privado de
aquellos otros sectores que, debiendo ser accesibles para todos, pueden ser
menos accesibles en términos económicos sin que por ello exista un retroceso
(por ejemplo, el transporte). Por parte de la Administración, tal vez ha habido
una despreocupación por la gestión ante la falsa seguridad de que la economía
solo podía mejorar, y a la par, se han ido concentrando todos los poderes de
decisión en el Gobierno, de modo que el Parlamento no ejerce un auténtico
control sobre este. Además, se da en la práctica una identificación entre uno y
otro, por cuanto quien tiene la mayoría parlamentaria puede sacar adelante la
mayor parte de normas legales, y las disfunciones que presenta uno, termina por
presentarlas el otro. Desde la Administración deben llevarse a cabo análisis,
actuar de forma que no se separe la política de la justicia, una capacidad de
previsión (convergencia entre el político y el técnico), y, en general, una
capacidad de hacer frente a las adversidades. No es posible hacer una ciencia
de la política, tratando esta como si se fuera una ley de la naturaleza, de
forma que las cosas puedan ser de una manera pero no de otra; es decir, la
justificación de una política no puede ser la política misma (más si esta se
entiende esencialmente en términos electorales), sobre todo porque a diferencia
de las normas, es susceptible de reinventarse, de dar paso a nuevas opciones
sin necesidad de terminar con las instituciones. Es el político el que debe
marcar las directrices, pero partiendo del interés general, y sirviéndose de la
experiencia del técnico; pero no cabe, en un sistema democrático, que sea el
técnico quien dirija, dado que ello llevaría al estancamiento de la política o
a una suerte de positivismo, de modo que con independencia del gobernante, la
solución fuera siempre la misma. Las circunstancias exigen que se vayan
produciendo cambios, pero estos no deben dejar de lado la ideología imperante
en una sociedad: debe ser el político y no el burócrata el que tome las
decisiones.
(…)
Si ha habido una mala
gestión, la solución entonces pasa, o bien por cambiar los gestores, o bien por
cambiar la forma misma de gestión, o ambas. Es necesario que quien dirija, sea
capaz de tomar las decisiones adecuadas en un momento determinado, aunque estas
no le vayan a reportar popularidad (los recortes actuales son el más claro
ejemplo de ello). La idea de que siempre se va a mejorar, que la generación
siguiente vivirá mejor con que la anterior parece haberse quebrado con la
llegada de la crisis económica. No obstante, no cabe esperar una serie de
prestaciones sin dar nada a cambio. Desde la sociedad, hay un incremento de
exigencias, hasta el punto de que se conciben como derechos lo que en el fondo
son concesiones y, por otro lado, hay una serie de derecho que necesitan de una
respuesta, porque no pueden mantenerse solos. Por poner un ejemplo, exigir el
derecho a la educación universal está muy bien, pero no tiene mucho sentido que
luego se proteste por tener que estudiar. No es que sea incompatible, pero
habría que plantearse hasta qué punto el problema de la educación deriva de la
falta de financiación, y no de la falta de atención o de interés. El problema
sigue siendo el mismo: se exige que esté garantizada, pero no se está dispuesto
a asumir las consecuencias de lo que se solicita. Debe haber una coordinación entre el Estado y
la sociedad, de forma que el primero atienda las necesidades de la segunda, y
la segunda esté dispuesta a participar y recibir lo que ha exigido.
Por tanto, debe haber
una auténtica relación entre la Administración y la sociedad, porque de lo
contrario es fácil desviarse del objetivo marcado, especialmente si este se
formula en términos ambiguos en una Constitución. Esta, para desarrollarse,
necesita ir adaptándose a las diferentes circunstancias, y en estas
circunstancias, es imprescindible la comunicación entre quienes gobiernan y
quienes son gobernados. Evidentemente, las decisiones no pueden tomarse con una
certeza absoluta, pero se trataría de hacer un esfuerzo por parte de ambos,
mucho mayor del que se ha hecho hasta ahora. El recurso al Estado, la confianza
en él, no puede provenir (ni el Estado reclamarlo) de inseguridades externas,
como el terrorismo (o últimamente, el miedo a la Unión Europea/Alemania), sino
porque este es eficaz, porque hay una correspondencia entre lo que se reclama y
lo que se recibe; porque es capaz de garantizar que la libertad conseguida
hasta ahora es capaz de mantenerse. (...)
(1) Extracto de trabajo universitario reciente sobre Gestión
Pública.
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